Nacieron en distintas fechas, unos antes, otros después, de padres y madres diferentes: unos alazanes, otros bayos, unos overos, otros pintojos. Los más, de un color café oscuro, retintos, casi negros. Nacieron de cuanto color hay caballos, menos blancos, porque a esa región no habían llegado nunca yeguas ni caballos de ese color.
Eran hermosos, semisalvajes. Nadie les cortaba la tusa ni la cola. No conocían las tijeras. Y su andar, su correr ágil, era libre y natural: las crines de sus cuellos y de sus colas ondeaban en sus trotes y carreras con un ritmo hermoso.
Todos eran poco apacibles, desconocedores de las riendas y de las enseñanzas de utilidad doméstica; pero, cerca de los niños, olían la amistad, se dejaban tocar y caminaban lentamente al lado de ellos, siguiéndolos en sus incursiones por el campo, llegando a veces a lugares apartados y bosques desconocidos.
Cuando iban naciendo los potrillos, en los niños crecía la felicidad y se acercaban aún más hasta ellos. Y como el potrillo jamás se separa de su madre y sigue todos sus andares, los niños formaban parte del grupo familiar, lo integraban y hablaban con el caballo. Chico como si fuera a aprender el lenguaje de ellos, repitiendo lo que ellos les decían:
- ¿Vamos a pasear? ¿Tienes hambre?
Muchas preguntas, más que respuestas. Los potrillos los miraban y cuando los niños se sentaban en el suelo, ellos también se tendían a descansar.
Entre los niños había uno más soñador. Su padre tenía una biblioteca llena de libros. Y nadie le prohibía acercarse a ellos y mirar lo que allí habla. Es que no sabia leer. Todavía no habla ido a la escuela y parece que en esa biblioteca no se guardaban libros con estampas prohibidas, que no pudieran ver los niños. Así es que él sacaba libros y libros para mirar los que estaban ilustrados.
Había un libro de dibujos coloreados, donde aparecían muchos caballos blancos. Cuando el pequeño los descubrió, salió aquel día a mirar y a recorrer todo el campo. Examinó cada caballo y lamentó no encontrar ninguno blanco. Esperó mucho tiempo, un año, dos años. vio potrillos nuevos que nacían durante cada temporada. Ninguno fue blanco.
- ¿Por qué? ¿por qué? por qué? - preguntaba.
- No tienen herencia blanca. No han llegado aquí caballos blancos.
- Cuándo mi papá viaja ¿no puede traer uno? - interrogaba.
- Tu papá no se preocupa de caballos - le decían.. Va a la ciudad donde no hay caballos.
- ¿ Y qué hay?
- Automóviles.
- Son lindos. Pero meten mucho ruido - comentaba -. No lo siguen a uno cuando camina. No lo miran. Yo no hablaría con un auto.
- Los caballos tampoco te contesten.
-No. Parece que me entienden. Me miran, me siguen, se alegran cuando los toco. Son mis amigos.
Aquella noche del 24 de diciembre fue excepcional. Nadie podía dormir. Era una noche calma y clara. No corría una brisa. Parece que no oscurecía. Algo en el aire anunciaba un acontecimiento singular. Todas las estrellas brillaban más. Y de repente, emergiendo como un sol tras las montañas, apareció una estrella gigante, resplandeciente, multiplicada en haces que iluminaban desde el cielo a la tierra. Grandes y chicos se levantaron a mirar esa claridad sobrenatural. La estrella se movía como un farol guía que mostrara un camino. Los caballos empezaron a seguir ese fulgor, y a medida que avanzaban, centellas de luz los iban envolviendo, destiñendo sus pelajes y dándoles una inmaculada blancura. A medida que recibían las chispas fulgurantes de la estrella, tomaban el más puro color blanco.
El niño soñador, con ojos asombrados vio esta transformación. Pero, una pena inmensa lo cogió cuando los caballos se fueron alejando del lugar en pos de la estrella, hasta perderse de vista. Lloró y lloró, sintiéndose enemigo de esa estrella ladrona que le había robado los caballos.
Los caballos caminaron y caminaron guiados por esa luz. Al llegar a un pesebre donde había nacido un niño, a quien llamaban Jesús o Niño-Dios, formaban una tropilla blanca y su pelaje brillaba como iluminado.
Allí se detuvieron toda la noche y al amanecer tomaron el camino de regreso.
Cuando volvieron, el niño salió a recibirlos al camino. Saltaba y aplaudía de contento. Reía, gritaba, llamaba a sus compañeros, para que se alegraran junto con él del retorno de los caballos y de que todos se hubiesen convertido en tan blancas y lindas bestias, como las de las ilustraciones del libro que él habia visto. Y desde entonces ese lugar se llama la "región de los caballos blancos", porque en todo el globo, en ninguna parte, hay caballos más blancos que los que allí viven, que los que allí nacen.
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