Amigos del caballo

En la Edad Media el código de caballería fue lo que rigió las relaciones entre el caballo y el hombre, entre otras cosas. A lomos de rápidos corceles fue el europeo en esa aventura sangrienta que fueron las Cruzadas. Ricardo Corazón de León se aprovisionó de veloces caballos para poder llegar hasta el Medio Oeste, y cuenta la leyenda que una de las primeras reyertas matrimoniales del homosexual rey inglés con su esposa Berenguela de Navarra fue por causa de una yegua que Ricardo le quitó para montar a un amanerado pajecillo suyo.

Los caballos de los mongoles no eran muy grandes, pero corrían más raudos que una tormenta. Genghis Khan contó con caballos resistentes, feroces pero de mediano tamaño para convertirse en el azote de Asia. Genghis no se detenía ante nada para avanzar, y para garantizar que sus caballos tuvieran pasto, mandaba grupos de exploración a matar a cuanto ganado encontraran delante para que el pasto estuviera esperando a sus propios caballos.

Cuando estalla la Guerra de los Cien Años entre Inglaterra y Francia, los franceses no habían logrado que su caballería fuera ligera. Los guerreros eran inmensos mastodontes enlatados a lomos de agotados caballos, y los ingleses fueron tan astutos para usar esta desventaja a su favor. En la batalla de Crecy, la caballería francesa caía como moscas, y en la batalla de Agincourt los pobres corceles galos acabaron enchufados en enormes estacas o con heridas a causa de unas espinitas metálicas que bien podrían ser los tatarabuelos de los miguelitos que despliegan los Parrales Vallejos en las huelgas nicas del transporte.

Uno de los caballos más amados de Turquía (que entonces era el Imperio Otomano) fue un fornido corcel negro llamado Viento del Diablo, perteneciente nada menos que al sultán Selim El Adusto.

Viento del Diablo fue un regalo del sultán Bayaceto El Poeta a su hijo Selim cuando éste estaba adolescente. Viento del Diablo no sólo era veloz, sino muy tierno con los niños y mostraba enorme preferencia por las manzanas verdes. Los otomanos criaban a sus caballos con mucho cariño, nunca les pegaban y los adornaban vistosamente. Muchas veces sus colas eran trenzadas con ricas pedrerías. El caballo en el cual el sultán Solimán el Magnífico (sucesor de Selim el Adusto) montó para ir a sitiar Viena era inmenso y no le tenía miedo al agua. Recordemos que en aquellos entonces no existían aún los puentes sobre el río Danubio.

Mandó Solimán una exploración a bordo de raudos corceles. Arrogante, Soliman mandó a decir que esperaba llegar a desayunar a Viena en breve. Viena fue salvada por mercenarios serbios ricamente ataviados montados en ariscos caballos, guíados por el polaco Jan Sovieski a lomos de un enorme caballo andaluz gris llamado Salvador.

El esperado desayuno de Soliman se le enfrió en Viena sin podérselo comer, y cuentan que lloró como un niño montado encima de su adorado caballo Jinn.

Cuando la Guerra Civil explota en Inglaterra, ya existe la artillería desde el siglo XIV. En 1642 los caballos son usados para llevar los cañones hacia sus posiciones, y surge el destacamento de los soldados llamados dragones, los cuales acuden montados al sitio de batalla pero luego combaten a pie. El feo y tosco Oliverio Cromwell, quien se hizo llamar Lord Protector después de mandar la monarquía inglesa al diablo y al rey Carlos I a ser decapitado, exigía sumisión total de sus huestes de caballería. Cromwell provenía de Anglia Este, donde se crian buenos corceles, y conocía mucho sobre equinos. Cromwell mandó a criar caballos en Irlanda, creando una nueva raza de cruces entre árabes y corceles irlandesas. Importó caballos de diversas partes, criándose así los antecesores de los modernos caballos de carreras.

A un genial, chele y amanerado monarca prusiano llamado Federico el Grande le debemos muchos avances que se hicieron en materia de caballería. En 1740 cuando toma las riendas de su país, Federico hereda una caballería pesada. Los pobres corceles están más colesterólicos que Capulina, y se cansan con facilidad. El ejército moderno nace con Federico, quien es hombre de armas tomar. Hace del servicio militar un modo de vida, creando a los primeros militares de carrera. Junto con los soldados a entrenamiento, van los pobres obesos caballos a sudar la gota gorda. A cada soldado le asigna su corcel para que lo considere su equipo vivo. La relación entre el corcel y su amo cobra nueva importancia. El caballo debe confiar ciegamente en su amo. En 1756 los pobres caballos pagan caro el ser tan confiados cuando acaban con la mitad de las tripas de fuera al finalizar una batalla. En 1759 Federico le cae encima a Silesia con 150 mil hombres, 30 mil de los cuales van a caballo. Mueren 20 mil corceles, héroes anónimos e inocentes en aras del expansionismo prusiano.

Napoleón Bonaparte pasa a la historia como uno de los hombres que más cruelmente se portó con los equinos. Comenzando por el hecho que el Pequeño Gran Corso era pésimo jinete, le gustaba pelear en enormes campos de batalla. Los caballos debían embestir contra las tropas enemigas. La caballería francesa era enorme, pero al contrario de Federico el Grande, Napoleón no consideraba esencial tratar bien al caballo. Los alimentaba mal, casi nunca los aseaba y se les azotaba.

Era chiste cruel de la época decir que la caballería francesa era anunciada por el tufo de sus equinos mucho antes de que ellos aparecieran en el sitio de batalla. En las campañas de Bonaparte, 4 millones de caballos perecieron entre 1804 y 1814. En 1812 cuando a Napoleón se le ocurrió caerle encima a Moscú, uno de cada 30 soldados quedó para contar el cuento. Los caballos murieron de frío, hambre o comidos por los soldados harapientos. En la batalla de Waterloo en 1815, el maltrato dado a los equinos le costó caro al chaparro, y el soberbio chiquinano mordió el polvo de la derrota aparatosamente. Su propio caballo Moranca, un hermoso gris árabe mediante el cual se echa por tierra el mito del caballo blanco de Napoleón (no le gustaban de ese color porque no eran cubretierra), fue capturado ya hecho cadáver por los ingleses.

Este trofeo de batalla fue llevado a Inglaterra y dos de sus cascos fueron convertidos en cajitas de tabaco para elegantes señores.

En la Guerra de Secesión de Estados Unidos, el norte usó caballos para infiltrar tropas al sur y causar enormes daños a los confederados. Muchos de estos caballos fueron comidos por hambrientos y harapientos soldados.

Otro asqueroso gesto de malagradecimiento del humano hacia el caballo fue el que se dio en la I Guerra Mundial, cuando la victoria viajó en las raudas patas de miles de caballos en Palestina. La 12a. División Australiana de Caballería le arrebató Palestina a los turcos en un operativo raudo de un día, cabalgando los soldados con las riendas del corcel en la mano izquierda y la bayoneta en la derecha hacia Beersheba, en lo que hoy es Israel. Siria y Palestina cayeron en manos de los ingleses gracias a estos corceles, pero a la hora del triunfo, los soldados fueron evacuados sin sus caballos, quienes fueron abandonados a su suerte en el Medio Oriente, acabando muertos de hambre o como caballos carretoneros. En 1930 Dorothy Brooke se convirtió en benefactora de estos veteranos de guerra con cascos, e hizo un hospital veterinario en El Cairo. Apelando al Korán, los veterinarios de este hospital que aún atienden en Egipto, lograron convencer a muchos árabes de tratar bien a sus equinos.

Si los caballos hubieran tenido voz para protestar, de seguro lo hubieran hecho cuando el desalmado general gringo Douglas MacArthur lanzó a policías montados en contra de los veteranos de guerra que protestaban en Washington contra el olvido gubernamental en 1932...

El triste cacaste de Moranca en el museo londinense del ejercito sigue arrancando baldes de lágrimas a generaciones, pero el caballo sigue siendo ejemplo de arduo trabajo, nobleza y gallardía, probando de nuevo que si herrar es humano... perdonar es caballo (léase divino).

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